BLOG # 135 – LOS LÍDERES COMEN AL FINAL – UNA SOCIEDAD DE ADICTOS

El corolario entre la propagación de la fiebre puerperal y la enfermedad peligrosa que aflige a nuestra cultura empresarial actual es inquietantemente preciso. Vivimos en una nueva era de Ilustración. La diferencia es que ahora nuestros hombres de ciencia son hombres de negocios y economistas que se fían de baremos, incitaciones a la eficiencia, Lean, Six Sigma, cálculos del rendimiento del capital invertido y datos empíricos, métodos que prefieren para guiar sus decisiones. Y gracias a todas nuestras cifras y sistemas, necesitamos depender más de los directivos que las gestionan. Y como pasa con nuestra incapacidad de ver el bosque por culpa de los árboles, a veces no logramos ver más allá del sistema (o el recurso que hay que administrar) para ver a la gente que hace el trabajo. Cuanto mayor sea la escala, más abstracto se vuelve todo. Y cuanto más abstractas se vuelven las cosas, más nos fiamos de los números para mantenerlo todo bien atado. Tiene mucho sentido. El hecho de que las condiciones existentes antes de cada uno de los hundimientos de nuestro mercado de valores (exceptuando la crisis del petróleo de la década de 1970) fueran casi idénticas no puede ser casualidad. Como el Dr. Holmes, debemos buscar la respuesta en nosotros mismos.

El liderazgo consiste en ser responsables de vidas, no de números. Los directores cuidan de nuestras cifras y nuestros resultados, y los líderes cuidan de nosotros. Todos los gestores de baremos tienen la oportunidad de convertirse en líderes de personas. De la misma manera que todos los médicos de nuestro país aprendieron la importancia que tenía esterilizar sus instrumentos, cada líder de cada organización debe hacer esas pequeñas cosas necesarias para proteger a los suyos. Pero primero hemos de admitir que ellos se encuentran en la raíz del problema.

Un gran número de los afectados por la enfermedad del alcoholismo empezaron a beber de adolescentes. Es un momento de nuestras vidas en el que casi todos tenemos que bregar con sentimientos de inseguridad y de inadaptación. Es una fase en la que pasamos de necesitar la aprobación de nuestros padres a necesitar la de nuestros iguales, algo que perdurará toda la vida.

La conciencia social y nuestro deseo de «pertenecer» o «encajar» forman parte de nuestro crecimiento antropológico. Todos queremos sentirnos bienvenidos y ser parte valiosa de un grupo. La preocupación por lo que piensen otros de nosotros forma parte natural de nuestro desarrollo social, y es necesario para nuestra supervivencia como una especie que vive en grupos (a pesar de que conmocione a nuestros padres durante la adolescencia). Combinadas con nuestra incipiente sexualidad y los cambios físicos, la ansiedad social, la sensación de confusión y de dudas sobre uno mismo durante esa fase pueden resultar insuperables para muchos adolescentes. 

Ésta es la razón de que haya padres, maestros, amigos y entornos que ofrecen un respaldo. Éste es, en parte, el valor que tienen las cenas en familia, los equipos deportivos, los hobbies y las actividades extracurriculares. Las redes de apoyo firme que construimos durante este periodo tan frágil son la que nos enseñan que necesitamos a otros para avanzar por la vida y sobrevivir. Pero algunos adolescentes descubren, accidentalmente, que las fuerzas mágicas del alcohol pueden ser una vía mucho más rápida para encontrar la fortaleza y la confianza. Cuando no se lo controla, el alcohol puede sustituir a nuestra dependencia de otras personas para que nos apoyen cuando nos asaltan las dudas sobre nosotros mismos. Esto es importante, porque es probable que el modo en que aprendamos a abordar nuestras luchas e inquietudes durante la adolescencia sea el que utilicemos para superar esos retos durante el resto de nuestras vidas adultas.

El uso del alcohol, el tabaco o el exceso de comida para «tranquilizar la mente» es muy eficaz. Estas actividades se pueden hacer a solas, sin la ayuda o el respaldo de nadie a nuestro alrededor. Todas funcionan de inmediato, o casi. En otras palabras, no cuesta mucho descubrir la calma o el alivio que nos invaden cuando bebemos o fumamos; básicamente, nos domina en el mismo momento de beber o fumar.

El placer que obtenemos del alcohol, la nicotina o la comida procede de la dopamina. La dopamina es la hormona que se libera cuando conseguimos algo o encontramos lo que andábamos buscando. Es uno de nuestros incentivos internos, diseñado para inducirnos a buscar alimentos, acabar de construir un refugio y, en términos generales, progresar como especie. Está destinado a hacer que participemos de conductas que se supone redundan en beneficio de nuestra supervivencia y nuestra prosperidad.

La Madre Naturaleza no podía haber imaginado ni nos podía haber preparado para un momento en que tendríamos a nuestra disposición las sustancias químicas como la nicotina y el alcohol para cortocircuitar nuestros sistemas de recompensa. La dopamina fue creada para un momento en que no fuera tan fácil encontrar alimentos. Nuestros cuerpos no fueron diseñados para un mundo en el que encontrasen alimentos siempre que les apeteciera. Comer en exceso, apostar, consumir alcohol y fumar son claramente adicciones a la dopamina. Son maneras fáciles de recibir la descarga de dopamina que nos gusta y que anhelamos sentir. Y cuando no podemos mantener a raya nuestro deseo de recibir ese subidón dopamínico, éste se convierte en una adicción. Llegamos a un punto en el que una sustancia diseñada para mantenernos con vida nos recompensa por participar de conductas que nos pueden perjudicar. Esto es exactamente lo que ha estado sucediendo en nuestras culturas empresariales, donde los programas de incentivos crean entornos propicios para un nuevo tipo de adicción a la dopamina. Somos adictos al rendimiento.

Como nuestros antecesores prehistóricos que buscaban comida, hoy día en el mundo empresarial recibimos un aluvión de dopamina cuando superamos cada hito del camino hacia nuestro objetivo final. Lamentablemente, a diferencia de nuestros antepasados, trabajamos en entornos en los que los sistemas de recompensa están desequilibrados. Predominan los incentivos que liberan dopamina. Nuestras estructuras de incentivos se basan casi por entero en llegar a metas y obtener recompensas económicas por hacerlo

Lo que es más, habitualmente están pensadas para recompensar el rendimiento individual al alcanzar metas a corto plazo, como un mes, un trimestre o un año. Pueden llegar incluso a enfrentar entre sí a compañeros de trabajo, fomentando accidentalmente conductas que minan el progreso del grupo como un todo

En su mayor parte, las estructuras de incentivos que ofrecemos dentro de nuestras compañías no nos recompensan por cooperar, compartir información o contactar con otros sectores de la empresa para ofrecer o pedir ayuda. En otras palabras, por lo que respecta a las conductas y a los actos esenciales para mantener el Círculo de Seguridad, existen pocos refuerzos positivos. Ya sea intencionadamente o no, están diseñados no sólo para permitir el desarrollo de una adicción a la dopamina, sino también para cultivarla y reforzarla. Y como todas las adicciones, ésta tiene sus consecuencias. Se nos nubla el juicio, nos preocupamos menos por la gente de fuera y somos presa del egocentrismo. Nos obsesionamos con encontrar nuestro próximo blanco, y no permitimos que nada ni nadie se interponga en nuestro camino.

Para que podamos disfrutar de los beneficios del petróleo, mientras al mismo tiempo conservamos la tierra de la que lo extraemos, existen normas que regulan las prospecciones. Hay otras normativas que mantienen a raya las emisiones de nuestros vehículos para que podamos disfrutar de ellos pero conservando la calidad del aire. Esto es lo que hacen las reglas positivas: intentan equilibrar el beneficio y el precio que pagamos por él. Es una ciencia inexacta, pero pocos negarían que el desequilibrio, en uno u otro sentido, perjudica el comercio o a nuestras vidas. Por lo tanto, se prolonga a toda costa el proceso de intentar que se mantenga ese equilibrio.

Nadie discute el derecho de los líderes de una compañía a hacer crecer su negocio de la manera que quieran, siempre que los medios que elijan para hacerlo no perjudiquen a las personas a las que afirman servir.

El problema radica en los ejecutivos de los medios, que entienden la diseminación de la información como parte de sus carteras laborales y no como algo impulsado por una misión. Esos ejecutivos defienden rápidamente sus productos diciendo que cumplen su obligación de ofrecer un servicio público. Pero sus pretensiones son insostenibles. Se trata de un conflicto claro de intereses si observan el índice Nielsen y fijan los índices publicitarios de acuerdo con él.

Como un médico que receta las medicinas que le piden sus pacientes, no sólo las que necesitan, Koppel dice que las nuevas organizaciones pasaron de darnos las noticias que necesitamos, incluso si no nos gustan, a las noticias que queremos aunque no las necesitemos. Añora los días pasados en los que formar parte de una organización de noticias significaba algo, cuando era una actividad más noble que comercial, una época en la que las salas de prensa hacían las noticias interesantes, en lugar de lo que hacen ahora: producir noticias rentables.

Tanto si se trata de un congresista que busca contribuyentes en lugar de pasar más tiempo respondiendo a las necesidades de quienes lo eligieron, como si es el líder de una empresa que opta por vender un producto que sabe que podría contener ingredientes perjudiciales pero le sale rentable, la carrera para ganar siempre ha existido y nunca ha dejado de dar problemas. En las organizaciones saludables, como en una sociedad sana, el impulso de ganar no debería anteponerse al deseo de cuidar de las mismas personas a las que afirmamos servir.

¿Qué les pasa a los exdirectores generales, que de repente gozan de ese tipo de claridad meridiana que deseamos que hubieran tenido cuando cortaban el bacalao? Entiendo que a la hora de mirar atrás, todos tenemos una vista de lince, pero ¿acaso no pagamos a tales líderes por su visión y su previsión?

Tener que centrarnos en protegernos de nosotros mismos en lugar de trabajar juntos para proteger y hacer progresar el país como un todo debilita a una nación, igual que debilita a una empresa. Y si creemos que la siguiente generación tiene los medios para resolver los problemas de la generación que les precedió, debemos recordarnos que sus miembros se enfrentan a sus propias adicciones.

Me resulta aterrador que los miembros de la generación Y hayan crecido, y que la generación más reciente esté creciendo ya, en un mundo que parece decidido a negarles la oportunidad de fomentar unas relaciones tan profundas e importantes. El deseo de satisfacción inmediata no concede tiempo para fomentar las relaciones, y la comunicación digital puede ser un obstáculo para la intensificación de aquellas. Y para empezar, las redes sociales pueden hurtarnos la oportunidad de crear relaciones reales. Quizá sea mucho peor: esto puede estar devastando nuestra propia autoestima.

Aunque a muchos, independientemente de la edad, nos resulte difícil establecer relaciones valiosas, las investigaciones sugieren que la generación del milenio puede tener más dificultades que la mayoría. Los adolescentes se están socializando menos en la vida real, mientras participan más en las redes sociales. Esta pauta sigue en la universidad, donde hay menos oportunidades para que creen «relaciones tangibles» con sus compañeros. El número de mileniales de todas las edades que participan en las redes sociales, y la cantidad de tiempo que les dedican, resultan asombrosos.

Por su parte, la encuesta realizada en 2015 por Commom Sense Media demuestra que el 60 por ciento de los adolescentes entre los trece y los dieciocho años están en las redes sociales una media diaria de más de una hora.

No puedo discutir que a algunos jóvenes, especialmente los muy tímidos, participar en las redes sociales puede ayudarles a sentir que tienen alguna especie de conexión con un grupo. Algunos confiesan que las redes sociales les sirven de puerta de acceso a las amistades de la vida real. Otros dicen que les proporcionan un lugar en el que se sienten más libres para mostrarse tal como son. Y uno de cada tres adolescentes dice que se siente más aceptado en línea que en el mundo real. Pero tales relaciones rara vez van más allá de lo superficial. Es imposible obviar la verdad: simplemente no existe nada que pueda reemplazar la verdadera relación humana personal.

Cuando nos sumergimos en el mundo de Facebook, Instagram, Snapchat, donde las vidas de todos están a la vista, resulta difícil no compararnos con los demás. Y es fácil que sintamos envidia y nos asalten las dudas sobre la calidad de nuestras vidas cuando los mensajes de nuestros amigos parecen los momentos culminantes de las mejores películas del año. Sean ciertos o no, exagerados o no, filtrados o no, lo que ven en las redes sociales hace que muchos de los miembros de la generación Y con los que he hablado sientan que están compitiendo con sus iguales

Los integrantes de la generación Y se han convertido en grandes expertos en mostrar sus vidas de manera favorable. Ellos Saben mejor que nadie cómo manejar sus distintivos personales para presentarse como desean que se les vea… no necesariamente como son. Quizá parezcan seguros. Tal vez parezca que tienen todas las respuestas y que saben exactamente cómo manejar sus vidas y el mundo. Pero por detrás del filtro, muchos se ven asolados por más inseguridad e incertidumbre que la que dejan ver.

Aunque no hay pruebas concluyentes de una relación causal directa, es difícil ignorar la correlación entre el creciente uso de las redes sociales entre los mileniales y el aumento de los índices de depresión y ansiedad. En la actualidad, las universidades están padeciendo lo que algunos denominan una «epidemia» de depresión entre sus alumnos, y nada menos que a uno de cada seis universitarios se les ha diagnosticado ansiedad y ha recibido tratamiento por ello.

De hecho, en la actualidad la tasa de adolescentes que padecen depresión duplica la de los adultos. Esto resulta especialmente desconcertante habida cuenta de que la depresión junto con el aislamiento social es el principal indicador de riesgo de suicidio. El suicidio es ya la segunda causa principal de muerte entre las personas de edades comprendidas entre los quince y los veinticuatro años, y este dato no incluye el número de jóvenes que intenta suicidarse, que según algunas estimaciones es nada menos que de 25 por cada uno que lo consuma.

Como si los crecientes índices de suicidio entre los jóvenes no fueran lo suficientemente malos, a lo  largo de las últimas décadas también hemos asistido al aumento del fenómeno verdaderamente terrorífico de los tiroteos en los colegios.

Es difícil atribuir los tiroteos en los colegios a una sola causa. Con todo, una observación constante en los estudios es el del número de agresores adolescentes con un nivel social bajo en relación a sus compañeros y con dificultades para obtener reconocimiento. Muchos son víctimas de acoso, burlas o exclusión social. Así las cosas, se consideran unos parias que son marginados en las comunidades a las que desean pertenecer. La depresión, la drogadicción o los trastornos psicológicos pueden, a su vez, agravar sus sentimientos de soledad y rechazo.

A las gacelas enfermas las relegan a los márgenes de la manada, sacándolas del Círculo de  seguridad, de modo que los leones puedan  comerse a las más débiles en vez de a las más fuertes. Nuestro cerebro mamífero primitivo nos lleva a la misma conclusión. Cuando sentimos que estamos fuera  de un Círculo de Seguridad, que no encajamos y que otros no nos aman ni se interesan por nosotros, sentimos que hemos perdido el control, que estamos abandonados y nos han dado por muertos. Y cuando nos sentimos así de aislados, nos embarga la desesperación.

Los niños que todavía están creciendo necesitan padres y cuidadores que los ayuden a desarrollar la autoestima con una motivación intrínseca como fundamento, que los enseñen a resolver los problemas y estrategias no digitales para afrontar las dificultades y los que asuman un control mayor sobre el acceso de sus hijos a los Teléfonos inteligentes y a las redes sociales. Los miembros de la generación Y que están a punto de entrar o que ya forman parte del mundo laboral requieren empleadores comprensivos, que comprendan los retos a los que se enfrenta esta generación, que creer, Círculos de Seguridad y encuentren las maneras de sacarle el mayor provecho posible a las muchas cualidades positivas y conocimientos únicos que los mileniales aportan. Y en cuanto a los propios miembros de la generación del milenio, esto significa que asuman su  responsabilidad personal y a apagar sus teléfonos o desconectarse de las redes sociales de vez en cuando, para participar en la clase de interacción humana personal que conduce a las verdaderas relaciones trascendentes. Sólo entonces encontrarán la satisfacción que andan buscando. Debemos dejar de culparnos mutuamente y empezar a ayudarnos unos a otros. Da la impresión de que en este panorama terrible, nosotros somos nuestra mayor esperanza.

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