LOS LÍDERES COMEN AL FINAL – UNA SOCIEDAD DE ADICTOS – SEGUNDA PARTE

El periodo de abundancia destructiva en el que vivimos hoy es fruto, en gran medida, de las buenas intenciones de nuestros padres y de sus padres antes que ellos.

La generación de la explosión demográfica de la posguerra o del baby boom, la misma que a lo largo de las décadas de 1980 y 1990 se esforzaron en reinventar el mundo empresarial para adaptarlo a los tiempos, desmantelaron muchas de las protecciones que teníamos en aras del progreso individual y de la rentabilidad mercantil. Al mismo tiempo, estaban adoptando nuevas ideas sobre la manera de educar a sus hijos, las cuales incluían una mayor atención al individualismo y los logros personales. Sin embargo en lo que curiosamente puede ser la mayor paradoja de este período, las estrategias educacionales que los baby boomers popularizaron dejaron en realidad a muchos de sus hijos peor preparados para trabajar en los ambientes empresariales que ellos mismos habían creado, entornos en los que los círculos de seguridad más que la norma son la excepción.

La Generación más Grande, que creció en medio de la Gran Depresión y el racionamiento de tiempos de guerra, quería asegurarse de que sus hijos no padecieran ni se perdieran nada en su juventud, como les pasó a ellos. Esto es positivo. Esto es lo que desean todos los padres: que sus hijos eludan sus tribulaciones y que les vaya bien. Y así es como criaron a los niños del baby boom: haciéndoles creer que no deberían privarse de nada, lo cual, como filosofía, es totalmente correcto y razonable.

Pero dadas las dimensiones de la generación y la abundancia de recursos que tenían a su alrededor, la filosofía se distorsionó un poco. Cuando tenemos en cuenta la riqueza creciente de su infancia, combinada (con razón) con su cinismo hacia el gobierno en la década de 1970, seguida de las décadas prósperas de 1980 y 1990, es fácil entender cómo los baby boomers se ganaron su reputación como «la generación Yo». Yo antes que Nosotros.

Cuando los baby boomers empezaron a tener hijos propios, los criaron para que se mostrasen escépticos con quienes mandaban. La idea era: «No dejes que la gente te quite cosas si no están dispuestos a compensarte por ellas. No permitas que nada se interponga en tu camino para alcanzar lo que deseas». De nuevo vemos que son filosofías razonables si las circunstancias actuales fueran las mismas que en las décadas de 1960 y 1970. Pero es que no lo son. De modo que los hijos de los baby boomers recibieron unas cuantas ideas buenas pero distorsionadas.

Era imposible que alguien predijera qué impacto tendrían las estrategias educativas establecidas en las décadas de 1980 y 1990 en los hijos de la era de Internet.

A las generaciones X e Y les enseñaron a creer que podían conseguir lo que quisieran. La generación X, que se crio antes de Internet, interpretó la lección como: agacha la cabeza y ponte a trabajar. Los miembros de la generación X, ignorada y olvidada, en realidad no se rebelaron contra nada ni defendieron grandes cosas durante su juventud. Sí, es cierto que estaba la Guerra Fría, pero era una versión más agradable y apacible de la Guerra Fría que había existido en las décadas de 1960 y 1970. Los miembros de la generación X no crecieron haciendo simulacros de guerra nuclear cuando estaban en la escuela. La década de 1980 era un momento estupendo para crecer. La década de 1990 y el nuevo milenio fueron testigos de años inclusos mejores. El punto com, El comercio digital, El correo electrónico. Las citas online, Los envíos gratuitos de un día para otro. No hay que esperar: ¡consígalo ahora mismo! Y todo esto tuvo repercusiones en la generación que alcanzó la mayoría de edad en la presente época.

Nacidos entre los inicios de la década de 1980 y los albores de la del 2000, los miembros de la generación Y también son conocidos como mileniales (Millennials), porque son la primera generación que alcanza la mayoría de edad en el siglo XXI. Son, por tanto, la primera generación que crece con Internet, los teléfonos inteligentes y las redes sociales. Los mileniales suelen ser tildados de superficiales, holgazanes e irreverentes, un tipo de acusaciones que sin embargo no son nuevas: parecidas imputaciones parecen atribuirse a cada generación futura. “ los jóvenes de hoy…” es una frase que nunca pasa de moda.

Es muy cierto que por la misma naturaleza de la juventud, de una generación a otra los jóvenes sí que comparten algunas tendencias: a menudo rechazan los consejos de los canosos, en general se apresuran a adoptar nuevas ideas y tecnologías y quieren forjar sus propias identidades diferenciadas en el mundo. No es sorprendente, pues, que sus mayores los encuentren difíciles de comprender o que teman que son una amenaza para las formas tradicionales de hacer las cosas. La reacción de los baby boomers, e incluso de algunos de los más mayores de la generación X, a los mileniales no es diferente.

Los miembros de la generación Y están creando sus propias empresas a edades mucho más tempranas que las generaciones anteriores. Los baby boomers creaban sus empresas a una edad media de treinta y cinco años, mientras que la edad media en la que los mileniales dan el paso es de veintisiete.

Cuando se les acusa de carecer de una ética del trabajo, muchos de los miembros de la generación Y responderán que sus jefes no comparten su idea de la relación del tiempo con la productividad.
Ellos no necesitan trabajar unas horas concretas en la oficina, ya que la tecnología les permite hacerlo a distancia cuando les dé la gana.
Al contrario que las generaciones anteriores, que no están disfrutando de la vida porque están encadenados a sus mesas, los mileniales han encontrado la manera de disfrutar de la vida y de trabajar.
¿Y por qué no habrían de tener derecho a hacerlo? ¿Por qué no deberían aspirar a ganar más, a asumir más responsabilidades y a subir en el escalafón rápidamente? Casi todos admiten que, en líneas generales, están más conectados y tienen una mayor destreza tecnológica que sus jefes baby boomers.
La generación Y también va camino de ser la más instruida de la historia.

Con independencia del cristal a través del cual decidamos ver las cosas, a mí me parece que la única cosa responsable que podemos hacer es tratar de comprender qué es lo que está sucediendo y utilizar alguna perspectiva como punto de partida para adoptar una línea de conducta. Lo que ambas partes de la discusión deben apreciar es el valor mutuo de tratar de comprender los factores que hacen de los miembros de la generación Y lo que son, aunque no sea por otra razón que la de que eso ayudará a los empleadores a dirigir mejor a sus empleados mileniales, y a éstos a encontrar esa sensación de realización profesional que se les antoja tan esquiva.

Según parece, por encima de cualesquiera otros hay tres factores que influyeron, y siguen influyendo, de manera más significativa en la generación Y mientras se hacían mayores: la sobreprotección paterna, la ubicuidad de la tecnología y las mayores oportunidades para obtener la satisfacción inmediata. Los efectos de estos tres factores se ven agravados por, y ocasionalmente entran en conflicto con, los entornos empresariales en los que ahora trabajan los mileniales.

Pero todas las cosas buenas lo han de ser con moderación. Un vaso de vino tinto al día es bueno para nuestra salud, pero eso no significa que una botella de vino tinto al día sea mejor. De igual manera, afirmar positivamente los talentos de los hijos ya alentar sus esfuerzos es en efecto algo beneficioso para ellos. Pero eso no implica que decirle a nuestros hijos que son fantásticos en todo sea necesariamente positivo. El uso y abuso de las recompensas extrínsecas siguen la misma lógica: conceder premios es bueno; dárselos a todos los participantes no es necesariamente mejor.

La lógica que subyace en la recompensa por participar, otro sello distintivo de la infancia de la generación Y, es que eso puede estimular la seguridad y mantener a los estudiantes interesados en algo que de lo contrario quizá abandonarían porque les parezca, por ejemplo, que “no se les da bien”. Por desgracia , las consecuencias inesperadas podrían tener más peso que los beneficios obtenidos. Las investigaciones demuestran que más gratificaciones extrínsecas no conducen a una motivación interior mayor. De hecho, tienen el efecto contrario, esto es, una disminución de la motivación intrínseca. Y  a la larga, las recompensas extrínsecas ni motivan a los hijos ni a ninguno de nosotros. Lo  máximo que proporcionan es un estímulo a corto plazo. Los estudios demuestran que si los niños consideran que la recompensa es la única razón para hacer algo, una vez que el premio, desaparezca, mostrarán aún menos interés por la actividad que la que tenían al empezar. Esta es la misma razón por la que los sistemas de recompensas extrínsecas que estimulan la dopamina (dopaminérgicos) como en el de vincular los sobresueldos al cumplimiento de objetivos, cuando se utilizan como medio principal para incentivar la actitud en el medio laboral, ni pueden generar ni generan confianza, lealtad o compromiso.

Según revelan estudios, existen pocos incentivos para esforzarse o para mejorar en algo si todo lo que tenemos que hacer para lograr un premio es comparecer. Lo que llamamos “sentirse con derecho a todo” podría ser en realidad un desajuste entre la realidad de lo que los mileniales experimentaron en su niñez y lo que a posteriori experimentan en el lugar de trabajo. En el mundo real, ninguno logramos nada por llegar de últimos. A veces, ni siquiera logramos algo por llegar los primeros.

Un grupo educado para pensar que son especiales, acostumbrados a contar con la orientación, el respaldo y la intercesión de sus padres ante el menor indicio de conflicto o contratiempo y habituados al elogio y las recompensas regulares, apenas encuentran algunas de esas cosas en la cultura empresarial. En el trabajo no se les trata como seres especiales; sus padres no pueden conseguirles un ascenso; sus jefes no los llenan de elogios y no siempre están a su disposición para guiarlos o explicarles todo. En otras palabras, el trabajo no les está dando las mismas cosas sobre las que se asienta su autoestima.

Plenamente conscientes de que sus jefes no les dan obligatoriamente lo que necesitan, muchos mileniales se están apoyando en su capacidad para estar conectados para ayudarles a hacer frente a las dificultades o desahogarse sobre sus experiencias. Envían  mensajes de texto a los amigos, se toman pequeños descansos para ver lo que están tramando los demás en Instagram o Snapchat mientras encuentran cosas que puedan compartir sobre lo que están haciendo ellos. Pero puede que sus “conocimientos tecnológicos avanzados” sólo estén empeorando la situación.

La generación Y piensa que, como han crecido rodeados de toda esta tecnología, se les da mejor la multitarea, así que a menudo utilizan múltiples dispositivos al mismo tiempo.

A pesar de la insistencia de los mileniales de que son muy   eficaces haciendo múltiples tareas a la vez y de cierta aceptación general entre muchos que no pertenecen a esa generación de que en efecto puede que sea así, la ciencia sugiere lo contrario.
Según los investigadores del cerebro, en realidad la verdadera multitarea no existe. Más bien lo que hacemos es una especie de «malabaris-mo mental» o una «rápida alternancia de tareas». Dicho de otro modo: no estamos haciendo dos cosas al mismo tiempo, sino que simplemente pasamos de una cosa a otra. Esta es una distinción importante. A pesar de lo que puedan pensar los defensores de la multitarea, la transición entre tareas no se produce con rapidez ni con fluidez, sobre todo si intervienen tareas complejas. Nuestros cerebros necesitan tiempo para reiniciar y regresar, reiniciar y regresar. Así que resulta que la multitarea no nos hace más rápidos ni más eficaces. En realidad nos hace ir más despacio

De acuerdo con la American Psychological Association, “ El  cambio o de una tarea a otra puede suponer hasta el 40 por ciento del tiempo productivo de una persona”

En los estudios realizados sobre el comportamiento laboral, los investigadores de la Universidad de California en Irvine llegaron a similares resultados. Cuando un trabajador es interrumpido, necesita alrededor de veintitrés minutos para retomar la tarea original. Ahora consideren que un trabajador medio sufre una interrupción cada tres minutos.

Cuantas más interrupciones externas suframos, como un mensaje de texto o la alerta de un correo electrónico, más participamos de la autointerrupción, esto es, nos interrumpimos a nosotros mismos a mitad de tarea para consultar nuestros correos electrónicos o teléfonos sin que medie ninguna notificación en forma de timbrazo o campanilleo. Es decir, las interrupciones conducen a más interrupciones. Y más interrupciones no sólo reducen las oportunidades de concentrarse y reflexionar profundamente ,sino que también retrasan la finalización del trabajo y potencian los sentimientos de presión y estrés… los cuales conducen  a un estrés todavía mayor y a más presión. Coge la idea ¿no?

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