LOS LÍDERES COMEN AL FINAL – UNA SOCIEDAD DE ADICTOS

El problema con pasar de una a otra tarea no tiene que ver únicamente con la productividad. En un estudio de la Universidad de Stanford sobre los alumnos, aquellos que se autoproclamaron habituales de la multitarea cometieron más errores y recordaron menos cosas que aquellos que pensaban que no simultaneaban tareas con frecuencia. Otro estudio de la misma universidad encontró pruebas que sugerían que a los que practicaban la multitarea de forma inveterada también se les daba peor el razonamiento analítico. El profesor del MIT David Jones ha detectado unos patrones similares en sus clases. En su conjunto, sus alumnos no están haciendo las cosas tan bien como debieran. «No se trata de que los alumnos sean tontos», dice, «no es que no lo intenten. Me parece que lo intentan de una manera que no es tan eficaz como podría ser porque se distraen con todo lo demás».

 Las pruebas son irrefutables. A pesar de lo que ellos o cualesquiera otros crean, salvo raras excepciones aquellos que creen que son más productivos porque se les da mejor la multitarea, están simplemente equivocados. En lo que realmente son mejores es en estar distraídos.

Al igual que les ocurre a las personas que son adictas a la bebida, el tabaco y el juego, nuestro deseo por los mensajes de texto, los likes o las notificaciones de los correos electrónicos pueden resultarnos difíciles de resistir. Cuando nuestro teléfono tintinea mientras estamos conduciendo, tenemos que mirar inmediatamente para ver quién nos acaba de enviar un mensaje de texto, aunque todos sepamos que es peligroso hacer tal cosa. Cuando estamos tratando de terminar algún trabajo y el teléfono vibra al otro lado de la mesa, interrumpimos la concentración y tenemos que mirar ya, ya, ya mismo, aun cuando sabemos que el tiempo se nos echa encima. Si el correo electrónico no funciona o nos dejamos el teléfono en casa, muchos empezamos a ponernos realmente nerviosos. No es sólo que nuestra conducta se parezca a la de los adictos, es que puede ser que realmente seamos unos adictos. La biología es la misma.

La dosis de dopamina que obtenemos del sonido, el zumbido, el destello o el pitido de nuestro teléfono nos hace sentir bien. Nos gusta cómo nos sentimos cuando recibimos la notificación de  que alguien ha hecho un comentario sobre uno de nuestros mensajes en Facebook o Instagram. O si nos sentimos un poco depresivos o solos, algunos enviaremos un rápido mensaje de texto a un montón de amigos, confiando en que al menos uno de ellos nos responderá de inmediato. Porque si lo hace, esa pequeña descarga de dopamina nos hace sentir mejor. Pero en cuanto pasa el efecto, volvemos al estado de ánimo del principio… y sentimos el deseo de otra dosis. Esto es especialmente peligroso cuando se trata del cerebro de los adolescentes.

Sin duda, no todos los niños que utilizan teléfonos móviles o que participan en las redes sociales desarrollarán una adicción, pero el riesgo es real y considerable. Y aunque no desarrollen adicción alguna, sin duda sus cerebros en desarrollo se verán afectados.

«La forma en que un joven escoja pasar su tiempo tendrá un profundo efecto en cómo será su cerebro durante el resto de su vida», dice un destacado neurocientífico del Instituto Semel de la UCLA. En el mejor de los casos, los cerebros de los jóvenes cambiarán de manera que los beneficios de las redes sociales, los teléfonos inteligentes y el resto de dispositivos compensarán los efectos negativos. En el peor de los casos, tendremos una generación en la que un número desproporcionadamente elevado de personas carecerán de la capacidad para enfrentarse a las situaciones difíciles necesarias para lidiar con el estrés de la edad adulta. Por desgracia, las pruebas ya parecen estar apuntando a esto último

Cuando somos muy pequeños la única aprobación que necesitamos es la de nuestros padres. Durante la adolescencia, cambiamos esa necesidad por la de la aprobación de nuestros iguales. Dicha transición, un período sumamente estresante y angustioso de nuestras vidas, supuestamente nos enseña a confiar en nuestros amigos para afrontar el estrés. Aunque para nuestros padres puede ser frustrante que empiece a importarnos más lo que piensen nuestros amigos que lo que piensen ellos, el hecho tiene una gran importancia para nosotros. Eso nos permite desarrollar las aptitudes que necesitamos para hacer amigos y crear relaciones de confianza que trasciendan nuestra familia directa, de manera que nos convirtamos en miembros valiosos y fiables de la tribu mayor.

Casi por casualidad , algunos adolescentes descubren que el alcohol puede ayudarles a hacer frente a la angustia propia de su edad. Sabemos que a veces se nos pueden cruzar los cables y que las conductas equivocadas pueden verse estimuladas. Alguien que descubre durante la adolescencia los efectos liberadores de la dopamina y la serotonina que tiene el alcohol, puede verse condicionado a recurrir a la bebida para suprimir el sufrimiento emocional, en lugar de adoptar otros mecanismos de resistencia más saludables. En algunos casos, esa conexión acaba integrada en sus cerebros y durante el resto de sus vidas, cuando padezcan un episodio importante de estrés, no recurrirán a una persona en busca de ayuda, sino a la botella.

Una vez más, la biología y los mecanismos de adicción son exactamente los mismos para la mayoría de las demás cosas que producen dopamina, como el juego, el tabaco, los mensajes de texto y la participación en las redes sociales. Cuando nuestros niños acaban condicionados a buscar una dosis digital cuando están estresados, durante el resto de sus vidas, cuando sufran un episodio de estrés social, financiero o profesional, no recurrirán a lila persona en busca de apoyo, sino a un aparato.

Para los integrantes de la generación Y que alcanzaron la mayoría de edad en este mundo de satisfacción inmediata, ver lo que quieres y conseguirlo cuando lo deseas es normal. Para muchos, es una expectativa de serie. Y todo está muy bien mientras hablemos de comprar y de películas, pero si se trata de conseguir una sensación de plenitud en la vida o en la carrera profesional de uno, los cosas se complican.

Como generación, los mileniales suelen tener una gran conciencia social. Les preocupa el mundo que los rodea y quieren influir en él, así personal como profesionalmente. Según la Encuesta Deloitte 2015 sobre la Generación del Milenio, el 90 por ciento de sus integrantes a nivel mundial quieren utilizar sus conocimientos para hacer el bien, y seis de cada diez informan de su «identificación con una meta» como la razón de que escogieran trabajar para su actual empleador. Esto es algo de esta generación que me encanta; ojalá un mayor número de nosotros nos preocupáramos tanto como ellos. El problema no está en el objetivo, sino en las expectativas que tienen sobre el tiempo que necesitan para alcanzar ese objetivo.

Los miembros de esta generación no sólo buscan un trabajo que les proporcione la satisfacción que conlleva el hacer el bien en el mundo. Muchos hacen donaciones o hacen trabajos de voluntariado. En realidad, más de lo que podríamos sospechar. Aunque los datos demuestran que las actividades benéficas de los mileniales se orientan hacia objetivos más específicos y son más duraderas a medida que se hacen mayores, la mayoría de los miembros más jóvenes de esta generación parecen adoptar un enfoque más disperso, casi aleatorio. Debido a su impulso por obtener la satisfacción inmediata, el lento caminar de la prestación de ayuda ha sido sustituido por un rápido subidón de filantropía ambulante.

Esto es lo que significa formar parte de algo más grande que nosotros mismos; que seamos parte de un movimiento que sobrevivirá a las metas que nos pongamos o a las vidas de las personas que las establecieron. Es la camaradería y el fin común, lo mismo que las etapas que establecemos, lo que da significado a nuestras vidas. Solo comprometiéndonos con un camino, permaneciendo firmes en ese viaje, aguantando en las duras y en las maduras y marchando hombro con hombro con aquellos que comparten nuestros valores y nuestra aspiración, es la única manera de que alguna vez podamos encontrar ese profundo sentimiento de alegría, satisfacción y plenitud en nuestras vidas. Esto es igual de cierto para nuestras profesiones como para nuestros movimientos sociales.

Es como si muchos mileniales estuvieran al pie de una montaña y pudieran ver lo que quieren ejercer influencia o encontrar la plenitud, pudieran ver la cima. Lo que muchos no pueden ver es la montaña. Esto no tiene nada que ver con una generación anterior que insista en que la generación más joven «cumpla con su condena». Aunque todos podamos subir por la montaña a un ritmo diferente, algunos más deprisa y otros más despacio, aun así no se puede evitar la montaña.

Cuando, los miembros de la generación Y se paran al pie de esa montaña, levantando la vista hacia aquello que quieren conseguir, ellos, al igual que nosotros, deben recordar que la cumbre sirve sólo para establecer la dirección en la que vamos a marchar.

Las oportunidades para liderar y los sentimientos de seguridad y pertenencia no aparecen de pronto cuando alcanzamos y desarrollamos en el viaje de subida; en el a veces largo y arduo camino. Y por si no hubiera repetido hasta el aburrimiento esta analogía, en la montaña el móvil no tiene cobertura, así que acostúmbrese a apreciar las grandes y las pequeñas victorias sin colgar un selfi en ninguna parte.

Admitiré que la impaciencia tal vez sea sólo una parte de los motivos de que tantos mileniales abandonen sus empleos tan rápidamente. La otra parte es que hay demasiadas empresas que no tienen razón de ser, una causa o una creencia claras que ofrecerles. Muchas declaraciones de la misión y  las aspiraciones de la empresa hablan de ser los mejores, los más grandes o los más respetados, objetivos todos que son egocéntricos y que no hacen ninguna contribución al mundo. ¿Cómo van a vivir los mileniales su razón, si las empresas que los cortejan no tienen ellas mismas una idea de la Razón?

Me resulta aterrador que los miembros de la generación Y hayan crecido, y que la generación más reciente esté creciendo ya, en un mundo que parece decidido a negarles la oportunidad de fomentar unas relaciones tan profundas e importantes. El deseo de satisfacción inmediata no concede tiempo para fomentar las relaciones, y la comunicación digital puede ser un obstáculo para la intensificación de aquellas. Y para empezar, las redes sociales pueden hurtarnos la oportunidad de crear relaciones reales. Quizá sea mucho peor: esto puede estar devastando nuestra propia autoestima.

Aunque a muchos, independientemente de la edad, nos resulte difícil establecer relaciones valiosas, las investigaciones sugieren que la generación del milenio puede tener más dificultades que la mayoría. Los adolescentes se están socializando menos en la vida real, mientras participan más en las redes sociales. Esta pauta sigue en la universidad, donde hay menos oportunidades para que creen «relaciones tangibles» con sus compañeros. El número de mileniales de todas las edades que participan en las redes sociales, y la cantidad de tiempo que les dedican, resultan asombrosos.

Por su parte, la encuesta realizada en 2015 por Commom Sense Media demuestra que el 60 por ciento de los adolescentes entre los trece y los dieciocho años están en las redes sociales una media diaria de más de una hora.

No puedo discutir que a algunos jóvenes, especialmente los muy tímidos, participar en las redes sociales puede ayudarles a sentir que tienen alguna especie de conexión con un grupo. Algunos confiesan que las redes sociales les sirven de puerta de acceso a las amistades de la vida real. Otros dicen que les proporcionan un lugar en el que se sienten más libres para mostrarse tal como son. Y uno de cada tres adolescentes dice que se siente más aceptado en línea que en el mundo real. Pero tales relaciones rara vez van más allá de lo superficial. Es imposible obviar la verdad: simplemente no existe nada que pueda reemplazar la verdadera relación humana personal.

Cuando nos sumergimos en el mundo de Facebook, Instagram, Snapchat, donde las vidas de todos están a la vista, resulta difícil no compararnos con los demás. Y es fácil que sintamos envidia y nos asalten las dudas sobre la calidad de nuestras vidas cuando los mensajes de nuestros amigos parecen los momentos culminantes de las mejores películas del año. Sean ciertos o no, exagerados o no, filtrados o no, lo que ven en las redes sociales hace que muchos de los miembros de la generación Y con los que he hablado sientan que están compitiendo con sus iguales

Los integrantes de la generación Y se han convertido en grandes expertos en mostrar sus vidas de manera favorable. Ellos Saben mejor que nadie cómo manejar sus distintivos personales para presentarse como desean que se les vea… no necesariamente como son. Quizá parezcan seguros. Tal vez parezca que tienen todas las respuestas y que saben exactamente cómo manejar sus vidas y el mundo. Pero por detrás del filtro, muchos se ven asolados por más inseguridad e incertidumbre que la que dejan ver.

Aunque no hay pruebas concluyentes de una relación causal directa, es difícil ignorar la correlación entre el creciente uso de las redes sociales entre los mileniales y el aumento de los índices de depresión y ansiedad. En la actualidad, las universidades están padeciendo lo que algunos denominan una «epidemia» de depresión entre sus alumnos, y nada menos que a uno de cada seis universitarios se les ha diagnosticado ansiedad y ha recibido tratamiento por ello.

De hecho, en la actualidad la tasa de adolescentes que padecen depresión duplica la de los adultos. Esto resulta especialmente desconcertante habida cuenta de que la depresión junto con el aislamiento social es el principal indicador de riesgo de suicidio. El suicidio es ya la segunda causa principal de muerte entre las personas de edades comprendidas entre los quince y los veinticuatro años, y este dato no incluye el número de jóvenes que intenta suicidarse, que según algunas estimaciones es nada menos que de 25 por cada uno que lo consuma.

Como si los crecientes índices de suicidio entre los jóvenes no fueran lo suficientemente malos, a lo  largo de las últimas décadas también hemos asistido al aumento del fenómeno verdaderamente terrorífico de los tiroteos en los colegios.

Es difícil atribuir los tiroteos en los colegios a una sola causa. Con todo, una observación constante en los estudios es el del número de agresores adolescentes con un nivel social bajo en relación a sus compañeros y con dificultades para obtener reconocimiento. Muchos son víctimas de acoso, burlas o exclusión social. Así las cosas, se consideran unos parias que son marginados en las comunidades a las que desean pertenecer. La depresión, la drogadicción o los trastornos psicológicos pueden, a su vez, agravar sus sentimientos de soledad y rechazo.

A las gacelas enfermas las relegan a los márgenes de la manada, sacándolas del Círculo de  seguridad, de modo que los leones puedan  comerse a las más débiles en vez de a las más fuertes. Nuestro cerebro mamífero primitivo nos lleva a la misma conclusión. Cuando sentimos que estamos fuera  de un Círculo de Seguridad, que no encajamos y que otros no nos aman ni se interesan por nosotros, sentimos que hemos perdido el control, que estamos abandonados y nos han dado por muertos. Y cuando nos sentimos así de aislados, nos embarga la desesperación.

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